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Aprender a apreciar la buena música y saber escoger un buen vino tienen mucho en común. El acierto tanto en lo uno como en lo otro dependerá del bagaje de nuestros oídos y, en el caso del vino, de la experiencia acumulada por nuestro paladar. Sin llegar a ser eruditos de la materia, podemos afirmar que esta destreza se va adquiriendo con el tiempo, aunque para ello sea necesario ponerle ganas, interés y una pizca de buen gusto.
Y así es como se logra distinguir el grano de la paja, o lo que es lo mismo, reconocer aquello que es bueno de lo que no lo es. Y comparto la idea de que no hace falta saber de vino para disfrutarlo, pero unos conocimientos sobre su cultura pueden convertir un simple placer en un inmenso goce para los sentidos. Cuando lo hayas adquirido, simplemente lo sabrás, porque las emociones brotan desde dentro; si bien es cierto que, el campo de conocimientos a adquirir es tal, que nunca se deja de abonar.
Se pueden encontrar múltiples paralelismos entre el mundo de la música y el de la enología. Un compositor crea melodías a partir de la combinación de notas musicales; el enólogo combina distintos elementos hasta encontrar la mejor armonía. La ‘Orquesta’ en un vino es la conjunción de los factores que intervienen en su elaboración: La vid, la tierra, la variedad de uva, el proceso de fermentación, el embotellado… Cada uno es un instrumento, más o menos afinado, cuyo equilibrio dependerá de la pericia del que lo hace. Siguiendo con el símil vinícola, éste vendrá dado por la maestría del bodeguero.
Como en cualquier orquesta, desde el primero hasta el último de los intervinientes son importantes, sin excepción. Por eso, desde el cultivo y la recolección, pasando por el tiempo en barrica hasta su llegada al consumidor final, todo debe ser mimado al máximo, sin menospreciar ningún paso y otorgando la importancia que le corresponde a cada eslabón de la cadena. A tener muy en cuenta que, un instrumento desafinado, puede echar al traste con el duro trabajo de todo el conjunto.
Y una vez descorchada la botella, descubrimos en su interior el alto poder de seducir sobre quienes lo beben. Al igual que la música, no todos los vinos consiguen emocionarnos, pero cuando lo hacen, ese momento se hace imborrable y se nos queda para siempre tatuado en el corazón.
Me confieso melómana empedernida y enófila por afición. Por eso, cada vez me resulta más difícil disfrutar de lo uno sin lo otro. Cuando recurro a mi biblioteca musical para deleitarme con alguna perla discográfica siempre procuro acompañarme de una copa de vino. Este momento lo asocio a la relajación, y a ser posible, al placer de compartir una grata conversación en buena compañía (pero ésta ya es otra historia).
Lo que te proponemos a continuación es convertir cada experiencia de compartir vino y música en un viaje multisensorial.
En esta ecléctica selección enomusical se puede encontrar casi de todo. Cada situación armoniza con un tipo de música. Así, la clásica, el jazz y los sonidos acústicos envuelven en una atmósfera donde el aroma de los tintos de crianza acentúan los sentidos y ayudan a distinguir el sonido de cada instrumento. La bossanova y los ritmos caribeños piden vinos blancos de aromas frutales, donde las palabras más que pronunciar se susurran.
Si las canciones están aderezadas de guitarra españolas, el Jerez y la Manzanilla nos acerca a la calidez y alegría trasnochadora del Sur. Por último, los ritmos bailables, mezclados con sintetizadores electrónicos nos trasladan al Mediterráneo y sus islas, donde se impone tomar un Rosé refrescante.
La música y el vino, el vino y la música son, a mi entender, dos mundos indisociables, una aleación que, bien maridada, es difícil de separar.
